Viernes, 29 Julio 2016 00:00

Hijos de la guerra

 

Carlos Molina Medrano*

 

Nací en julio de 1979. Meses después – en octubre de ese año - se consumaba el último golpe de Estado en El Salvador. El preludio para la inminente guerra civil que por sus propias energías avanzaba sin mucha sutileza.

 

Inmediatamente, en 1981, llegaba la guerra civil. Recuerdo de esa guerra varios combates que a lo lejos se escuchaban, veía las noticias y la máquina propagandística militar daba cuenta de los muchos muertos de la guerrilla – que luego comprendí que no eran ciertas - , recuerdo la preocupación de mi madre al final porque habíamos crecido y nos podía reclutar el ejercito, recuerdo los aviones que nos ensordecían cuando pasaban sobre nuestra casa.

 

Recuerdo la ofensiva de 1989, de nuevo aquella maquinaria gubernamental vociferaba que había hecho una carnicería con la guerrilla. Pero también me dí cuenta que no era verdad, que la guerrilla estuvo a punto de capturar al presidente Cristiani y que habían llegado hasta la “intocable” colonia Escalón, en donde habían destruido una tanqueta.

 

Nací en plena efervescencia impulsada por una parte de la sociedad que clamaba por espacios políticos. En tiempos de una dictadura atroz, que negó la participación de otras fuerzas políticas en la vida del país. Solo la guerra civil pudo romper esa intransigencia de las clases dominantes y gobernantes. La guerra terminó con la clase gobernante que descansaba en los militares. Se acabó el control del gobierno, aunque el Estado estuvo siempre controlado por la misma oligarquía.

 

Soy un hijo de esa sociedad en guerra, como muchos y muchas que ahora participamos del festín del mercado que se instaló después. Llegó la llamada Paz, que solo fue un nombre rimbombante y bonito para los oídos. Reconozco que la guerra no me marcó dramáticamente – si lo comparo con lo que sufrieron otros compatriotas -, aunque la viví bastante de cerca, tuve tíos en el ejercito y a mi padre en la guerrilla. De todas formas, una guerra siempre es y será psicologicamente difícil de manejar para un joven en pleno desarrollo físico, pero principalmente en su desarrollo intelectual.

 

Recuerdo las imágenes de esa negociación política, las esperanzas que se tejieron en un país distinto. Recuerdo haber escuchado de la Ley de Amnistía, esa misma que ahora la Sala de lo Constitucional declaró en parte inconstitucional.

 

Soy y seré un hijo de la guerra civil. Ese es mi origen, ese es mi Documento Único de Identidad históricamente hablando. No reniego, no tengo por qué. Pero sí es necesario reconocerlo y asumirlo. Somos una generación que pronto optarán por ser ministros, diputados, alcaldes, concejales, presidentes. A lo mejor seremos de esa peste de la cual ahora renegamos, eso estará determinado por la conciencia y el reconocimiento de que somos hijos de esa guerra civil, de la cual estamos obligados a comprender su profundidad, su origen y su papel en la historia, no a negarla así como vitorean los sectores ultraconservadores de nuestra sociedad.

 

No hay que abrir las heridas dicen. ¿Acaso se han cerrado? Acaso un hijo de la guerra cerrará la herida de un padre que nunca pudo enterrar. De una hija de la guerra que perdió a la mitad de su familia en una masacre. No. Esas heridas están frescas, porque en el país no hubo una postguerra. No hubo un periodo de reconciliación, un periodo de reparación de todo ese daño generado por más de dos décadas de guerra sanguinaria (previo y durante la guerra civil) tanto en las calles urbanas, como en las calles rurales.

 

Somos hijos también de una postguerra deliberadamente fallida, que nos dejó marcados por esos rencores, por esas heridas y frustraciones de la guerra. La derogación de esa parte de la Ley de Amnistía no nos traerá tranquilidad, pero puede generar ciertas esperanzas de por lo menos conocer a los culpables. Desde esa perspectiva puede ser oportunidad.

 

Pero más allá del significado particular, ésta es una gran oportunidad para romper con un régimen político que se basa en la impunidad. Esa sería nuestra tarea histórica como hijos de la guerra, canalizar la ira, el rencor de una sociedad que se negó a exigir una verdadera reconciliación y canalizarla en la construcción de una nueva sociedad, una sociedad basada en la justicia. La justicia no llega, se construye, se exige, se arranca a los sectores dominante, no sentados en la computadora y posteando memes en el Facebook o en Twitter.

 

Somos hijos de la postguerra fallida que fue canjeada por neoliberalismo. Menos Estado y más mercado. El mercado se nos metió hasta el tuétano y ahora parece que somos hijos del mercado, soslayando que somos hijos de un momento de liberación, de un momento que hizo darle muchas vuelta a la rueda de la historia.

 

Ser hijo de la guerra es el privilegio de haber vivido una fase de transición hacia una nueva oportunidad, hacia nuevas esperanzas. Hoy vivimos la guerra social, producto en gran parte de aquella negación de ese periodo de postguerra y de no contar con un Estado dispuesto a asumir la tarea de la reconciliación. Los gobiernos se dedicaron a ser la oficina de negocios de los oligarcas que pasaban a ser los señores de la banca y de los negocios transnacionales.

 

Si también eres un hijo de la guerra, nuestra tarea en la historia es contribuir en la transformación de nuestro país. La otra opción es ser hijo del neoliberalismo, ser parte de las entrañas del mercado, ser parte de la corrupción, ser un diputado, un ministro, una alcaldesa, una “asesora” de los diputados, una fiscal, un procurador, de esos que ganan mucho por hacer nada y por vivir mamando de la teta del Estado. ¿Dónde te quieres ubicar?

 

*Coordinador de la Carrera de Ciencias de la Computación Universidad Luterana Salvadoreña

Visto 8021 veces Modificado por última vez en Martes, 02 Agosto 2016 14:11